Reflexiones

LA VIEJA DE LOS GATOS

abril 14, 2024

LA VIEJA DE LOS GATOS.
Autor: Mauro Croche
Nunca, jamás, voy a olvidar lo que pasó con la vieja de los gatos.
Era una mujer muy pero muy pobre, que vivía apartada del centro de la ciudad, en una casa que era prácticamente una choza de barro y chapas.
Lo particular de esta mujer, era que albergaba en su casa alrededor de cuarenta o cincuenta gatitos, sino más.

Nadie quería acercarse, porque decían que era bruja, pero se burlaban de ella a sus espaldas.
La anciana solo se aparecía en el pueblo cuando tenía que hacer algún recado, y recuerdo que todos se apartaban de su paso, asqueados, porque la mujer siempre tenía mal olor.
Una mezcla de suciedad y, más que nada, olor a pis de gato, muy fuerte y desagradable.
Un día, esta mujer tuvo un terrible accidente: un coche la atropelló mientras ella caminaba sobre el arcén de la ruta. La mujer salió volando y se quebró la cadera y la columna.

Fue a parar al hospital provincial, donde a los pocos días falleció. En completa soledad, según pude entender.
La casucha quedó abandonada, con todos esos gatos pululando alrededor, maullando de hambre.

A nosotros nos daba lástima esos gatos, pero nadie sabía qué hacer con ellos.
Algunos propusieron adoptarlos, o regalarlos, pero los gatos eran demasiados, y nosotros, demasiado pocos.

Además, no todos querían llevar a sus casas un gato viejo y seguramente enfermo.
De alguna forma, esos gatos sobrevivieron.

Algunos efectivamente fueron adoptados, y otros, sencillamente desaparecieron en el campo y se convirtieron en gatos salvajes.
La historia pudo haber terminado ahí, sin embargo, muchos años después, prosiguió de una manera inimaginable…
En ese entonces, yo me había recibido de enfermero, y uno de mis primeros trabajos fue cubrir la guardia de aquel hospital provincial donde antaño había muerto la “vieja de los gatos”, como la conocíamos en aquel entonces.

El hospital era bastante moderno y limpio.

El pasillo del segundo piso era muy largo, de unos cincuenta metros de extensión.

Al recorrerlo por primera vez, me llamó la atención una sala, la 219, que estaba cerrada con un candado.

Y alguien había puesto un letrero, pintado a mano, que decía: “PROHIBIDO PASAR”.
Hice el trabajo de esa noche lo más tranquilo, pero en ningún momento dejé de pensar en esa misteriosa sala. ¿Por qué le habían puesto un candado? ¿Por qué tenía ese cartel de PROHIBIDO PASAR?
Cuando llegó la hora del relevo, a las seis de la mañana, pregunté a la enfermera del nuevo turno si sabía algo de la habitación 219.

“Ah, sí”, dijo mi compañera de inmediato. “Ese es el cuarto de la vieja de los gatos”.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar estas palabras. Habían pasado muchos años de aquella anécdota en mi pueblo, y me parecía imposible que ambos hechos estuvieran conectados.
Aun así, pregunté a la enfermera a qué se refería con eso.
Y ella me contó una historia que  me dejó helado.
Dijo que hace mucho tiempo, alrededor de 20 años atrás, llegó a la guardia una mujer muy maltrecha, que acababa de ser atropellada por un camión en la ruta.
La mujer estaba realmente muy mal, los médicos hicieron lo que pudieron con ella, pero no había mucho para hacer clínicamente hablando, y la dejaron en la sala 219.

Quienes la atendieron dijeron que la mujer olía muy mal, como a pis de gato.

Pese a su gran dolor, suplicaba que la dejasen marchar a su casa, porque tenía que alimentar a sus queridos gatitos.
Las enfermeras pensaron que estaba delirando, sin embargo, el pedido de la anciana era muy insistente y parecía desesperada.
En sus últimas horas, solo se escuchaba el llanto de esta mujer, que se lamentaba porque nadie iba a ocuparse de sus gatos una vez que ella muriera.

Cerca de la medianoche, cuando ya la anciana estaba entrando en su etapa de agonía, ocurrió algo que fue comentado, como un secreto, durante los siguientes años entre los empleados del hospital.
Fue una enfermera novata llamada Lucia quien lo escuchó.

Estaba recorriendo el pasillo, haciendo su guardia, cuando oyó algo cerca de la puerta de la habitación 219.

Era el maullido de un gato.
La enfermera se acercó lentamente, y fue entonces que vio a un gatito color amarillo, acurrucado contra la puerta cerrada de la habitación.
La enfermera Lucía no supo cómo había llegado hasta allí, sin embargo, lo ahuyentó y siguió con su recorrido.
La verdadera sorpresa la aguardaba a su regreso del rondín, cuando, al volver a pasar por el lugar, se encontró de nuevo no solo con el gato amarillo, sino con cinco o seis gatos más.

Todos detrás de la puerta de la habitación de la anciana, como esperando a que les abriesen.
Lucía iba a espantarlos cuando entonces ocurrió algo inesperado, que le puso los pelos de punta.
Los gatos, en un movimiento sincronizado y lento, giraron sus cabezas hacia ella.

Y había algo en la mirada de esos gatos que asustó a Lucía. Era como si fuesen ojos humanos, inteligentes y muy sensibles, realmente muy impresionante.
La enfermera retrocedió sobre sus pasos y fue en busca del guardia de seguridad, que estaba un piso más abajo. Le contó lo que había visto, y ambos, la enfermera y el guardia, regresaron al pasillo de la habitación 219.
Sin embargo, al llegar al lugar, se encontraron con que los gatos ya no estaban. Pero a los pocos segundos escucharon un ruido… dentro de la habitación cerrada.

Parecía como si alguien estuviera rascando alguna madera.

Sin perder tiempo, el guardia abrió la puerta.
Se encontraron, del otro lado, con algo muy difícil de explicar.
Dentro de la habitación, había entre cuarenta y cincuenta gatos, de todos los colores y tamaños, todos ellos alrededor de la cama de la anciana, como hablando con ella, o dándole una última despedida.
La escena era tan extraña que la enfermera y el guardia retrocedieron y salieron de la habitación, cerrando la puerta.
Quedaron unos 10 minutos en el pasillo, sin saber qué hacer.

Nunca perdieron de vista la puerta cerrada de la habitación. Hasta que el guardia volvió a tomar coraje y decidió volver a entrar.
Esta vez, para su sorpresa, no había ningún gato en el cuarto, solo estaba la anciana, que tenía los ojos cerrados y parecía haber muerto de forma reciente.
Ni la enfermera Lucía ni el guardia de seguridad pudieron explicarse lo que vieron.

Ya que los gatos no podían haberse escapado, porque estaban todas las ventanas cerradas.

La única salida era la puerta, que ellos habían estado custodiando en todo momento.
Al día siguiente, el rumor había corrido en todo el hospital.

La anciana fue retirada a una morgue y de ahí al cementerio municipal, donde fue enterrada en una sencilla tumba.
Sin embargo, su presencia seguía visitando la sala 219 del hospital.
Los médicos y las enfermeras podían sentirla. Incluso percibían su olor, ese olor penetrante a pis de gato que no se iba ni echando desinfectante.

Con el tiempo, y debido a las quejas de los pacientes, decidieron clausurar aquella sala.
Este fue el relato que me contó la enfermera, durante la noche de mi primer guardia.

Al terminar, no pude dejar de recordar lo que había sucedido en mi pueblo hacía ya muchos años. Se lo conté. La enfermera me escuchó atentamente y luego asintió con la cabeza.
“Sin dudas es la misma mujer de la habitación 219”, concluyó.

“Los tiempos y las descripciones coinciden”.
Le pregunté qué opinaba sobre la aparición de aquellos gatos en la sala del hospital, y la enfermera dijo:
“No tengo dudas de que fueron a despedirse de la anciana y a tranquilizarla. Los gatos son seres mágicos y pueden estar en varios lugares a la vez. No por nada los egipcios los adoraban y los consideraban dioses…, entidades protectoras del ser humano”.

Dicho esto, la enfermera se fue para empezar su guardia, y yo quedé pensando en la pobre anciana de los gatos durante el resto del día.

Me quedó el consuelo de saber que había muerto en paz, rodeada por los únicos seres que había logrado amar en vida: sus preciados y adorados felinos.
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